lunes, 29 de agosto de 2016

Mi pequeña historia - Por: Hernando López Yepes

                                                                          


Poco valor tuvieron, para mí, los sueños de mi padre; yo supe desde niña que sería montadora
 Si el montador es hembra recibe el bello nombre de “amazona”. Soy “amazona” desde los veinte años. Tuve buenos maestros, desarrollé un estilo; traspasé fronteras.
Por: Hernando López Yepes

La niebla descargaba su llanto en los potreros, el aire se llenó con el olor a tierra humedecida; mi potra masticaba su pastura, desatenta a  los reclamos que le hacía un semental, desde un corral vecino; yo mordisqueaba una yerbita tierna. El caballo insistió y mi potra, fastidiada, le  respondió con un relincho desganado. Huérfana  como yo, de madre, en el momento de nacer, la dejaron para mí. Fue entonces cuando unimos nuestras vidas, de una manera igual a como el sol se encuentra con la lluvia: fundiéndose con ella, tornando cada gota en una joya delicada, trenzadas agua y luz  en la más graciosa danza. Tan pronto se hizo adulta la vendieron; no existe gran   distancia entre el abrazo de llegada y el abrazo del adiós. Si me fuera posible  volver a la niñez querría revivirla al lado de mi potra: prendida de su cuello, peinándole sus crines; atenta a sus relinchos y a los golpes de sus cascos; corriendo hasta marearme al lado suyo, rodeando con mi mano el nacimiento de su cola para tranquilizarla.
A los catorce años cabalgaba, hasta agotarlos, los caballos  de la hacienda. En lo alto de la noche era mi gozo sentir cómo ondulaba la carne de una bestia contra la carne mía. Mi cuerpo se extendía sobre su lomo, mis piernas se arqueaban en sus flancos; sus vértebras golpeaban, con rigor, mi sexo adolescente. Mi padre, que dormía en el mismo cuarto, silenciaba mis gemidos con un  golpe de tos.
Quiso mi padre que su hija fuera criadora de caballos. Los criadores son gentes que ordenan y enderezan aquello que produce de manera defectuosa el mundo natural. Todo criador se esfuerza por convertir su bestia en una obra de arte; por eso busca para ella un nombre que proponga victorias y grandeza: “Sultán de los sultanes”, “Prodigioso”, “Cardenal”, “Rubí”, “Ministro”, y “Magistrado”. Y para “las hermosas bestias femeninas” (título que les daba el viejo Julio Plata a las potrancas y a las yeguas) los nombres de  “Esmeralda, “Venus de Media Noche”, “Gitana”, “Mensajera”,  “La Paloma del Monarca”, “Duquesa” y “Hechicera”.
Poco valor tuvieron, para mí, los sueños de mi padre; yo supe desde niña que sería montadora. Si el montador es hembra recibe el bello nombre de “amazona”. Soy “amazona” desde los veinte años. Tuve buenos maestros, desarrollé un estilo; traspasé fronteras. Retorné, cuando supe que mi padre agonizaba. Tan pronto quedé sola tomé  la decisión de establecerme en una ciudad grande. Allí adquirí renombre; luego, fui contratada para montar las bestias del más grande criador de la región: el señor Arturo Criollo, quien me exigió vivir en la casa de su hacienda.

Este hombre me enseñó que quien posee, solamente, dinero en abundancia y no comprende 
 que existen en el mundo  riquezas diferentes, considera que cuanto ven  sus ojos está en venta.  
 Yo me  sentí, en su hacienda, como un apero fino para sus animales. 
 Cuando no trabajaba disfrutaba del jardín, surcado por cuidadas avenidas; coronado en el centro 
por la  efigie de  la yegua favorita de su esposa. Más allá…
 la arboleda, bordeada por hermosos tulipanes africanos que arrojaban hacia el cielo arreboles incendiarios. Aquel hombre vivía en un estado de locura: golpeaba a su mujer, la amenazaba con matarla y con matarse. Desde mi alcoba oía, a diario, los  ruidos de disparos, golpes, quejas, llantos, quebraduras de cristal. Sucedió que, una  noche, llamaron a mi puerta. Abrí, era su esposa; llegó casi desnuda. 
Cubrí su piel herida y sus carnes temblorosas, con mis prendas.
 Después de algunas horas de lanzar amenazas, de gritar y reclamar, aquel  demente se quedó dormido.
 Ella decidió  huir; la vi cruzar el parque, detenerse  ante la estatua de su yegua, abrazarla y despedirse
 con un beso. Se fue como se van los expulsados de los falsos paraísos: por la puerta de atrás.
 Tomó el sendero del camino viejo, el que usaban los peones.
 Entonces fueron claras, para mí, las palabras de mi padre: “Cuando vives rodeada de riqueza material 
y sin amor vomitas sangre, a cada instante, en bacinilla de oro”.
Los  perros no pudieron alcanzarla, la lluvia compasiva borró el rastro de su huida.
 El hombre, abandonado, la esperó por muchos días; no parecía entender que aquellos
 que se van es porque ya se han ido. Los hombres desconocen que la mujer que parte
 sin una  despedida es la que nunca vuelve.
“Nuestro patrón se muere de dolor”, se comentaba,  con gran pena, en la cocina.
 Más no era su hora, todavía. Un día pidió que le  aperaran la yegua de su esposa; 
la montó por muchas horas, la encerró en su pesebre, selló su puerta y prohibió
 que le lleváramos agua y alimento. En los primeros días, la yegua pateaba y relinchaba; 
sus ojos que eran, antes, como dos diamantes negros, se hundieron en sus cuencas; su pelo,
 antes lustroso, se hizo opaco; sus costillas buscaban salirse de la piel;  igualmente, las vértebras.
 Sus fuerzas decayeron, más la bestia se aferraba a la existencia: lamía el pavimento y la pintura de los muros. Negras nubes de moscas se posaron en su hocico, su piel se abrió como si fuera un lago desecado. Habían transcurrido dos semanas, cuando se derrumbó.
 Ocurrió en la noche; al día siguiente la encontraron muerta. Abandoné el lugar sin despedirme.
Yo también morí un poco;  durante muchos días no quise ver a nadie, no quise hablar con nadie;
 alquilé un cuarto en un hotel barato. Cuando, por fin, salí, había envejecido.
   No quería vivir, me consumía de pena. Un día leí en los titulares de un periódico que habría, 
en la ciudad,  una gran exposición. Asistí a ella, solo por ver a los caballos.
 Quería respirar, una vez más, lo espeso del sudor de muchas bestias juntas; acariciar su piel 
y recibir sobre mis manos el ardoroso aire  de su aliento.
Traté de no encontrarme con personas conocidas; evité, como nunca,
 la charla machacona que acostumbran caballistas y criadores.
 En un corral aislado hallé a mi amigo, “El viejo Tano”. 
Hablamos de padrotes, de potrillos, de yeguas y caballos legendarios. 
No quise despedirme sin oírlo repetir las cualidades del mejor caballo: 
“El caballo mejor –me dijo “Tano” – ha de tener las quince cualidades de la naturaleza.
 Son,  ellas,  tres del gallo, tres del zorro, tres del buey, tres del cura y tres de la mujer:
Las tres del gallo son: pecho abultado, ojo vivo y elegancia; las tres del zorro:
 rapidez, agilidad y cola al aire; las del buey: pisada firme, fortaleza y mansedumbre;
 las tres del cura son: la nuca ancha, apetito excelente y buena anatomía. Finalmente, las tres de la mujer: curvas perfectas, armonía y suavidad de  movimientos.
 Reí, como reía cuando  niña, al escucharlo. Conservo, aún, la hoja de papel, teñida en sangre,
 donde las escribí.
Apenas terminaba de escribirlas cuando el señor don Justo (un viejo caballista) 
me pidió que lo atendiera. Estaba preocupado porque tenía inscrito en competencia su más valioso potro.
 El tiempo transcurría y no se hacía presente el montador de su animal.
 Don Justo me pidió que lo montara. Fuimos a los establos, me presentó su penco; 
pedí que lo sacaran al corral, lo caminé;  solicité que nos dejaran solos, quería intimar con él. 
Con los caballos uno se da cuenta, tan pronto sube en ellos, si se da la armonía, si existe entendimiento, melodía. Le respondí a don Justo que  montaría  su potro.
Antes de entrar en pista recibí un papel. En él estaba escrito: “Si aprecia usted su vida,
 no monte hoy este potro”; no decía nada más.
 Lo arrugué entre mi mano y lo arrojé en el césped.
El potro derrotó a su contendora. No pudo ser calificado en la categoría de “Campeón”, 
pues no tenía aún los cuatro años. No habíamos salido de la pista cuando empezó el desorden. 
Amenazas y gritos, provenientes de los hombres que apostaron por “Primor”,
 su contendora, llenaron mis oídos. Los hombres de don Justo me bajaron de la bestia, 
trataron de llevarme hasta un lugar seguro. Tres cuadras más allá encontré, de frente, 
el revés de mi destino. Supe que estaba herida, porque un círculo rojo manchó el blanco de mi blusa. Aquel día fue el último en mi vida de “amazona”.
Mi padre me visita algunas noches; abre sus brazos, me refugio en ellos. 
Sobre  el potrero inmenso que es su corazón, ahora, cabalgo con mi potra;
 ha vuelto a mí la fuerza de los catorce años. 
Mi padre nos observa, con mirada protectora. Le hablo, no me responde.
 Le pido que me ayude a levantarme de esta silla, no lo hace.
 ¡Comprendo que estoy sola! Por la ventana entra una canción: habla de aquellos hombres que no viven
 “sin matar; sin cortar una flor, perfumarse y seguir”.
 No diré más, no puedo hablar: ahogan mi garganta las cenizas de un incendio.
                                                                                
                            Gracias Hernando López Yepes por compartir.
                             Un abrazo.




1 comentario:

  1. cuando la palabra emana de una pluma maestra. . . cada frase es música; cada idea es luz! Este cuento tiene algo mágico en su textura. . .leerlo es acariciar palabra a palabra una bella porcelana. . .este texto es una escultura hecha con palabras!!!

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