domingo, 1 de diciembre de 2013

TANGOS VIEJOS POR ENRIQUE PINTI

                                                                           

Dicen que al tango se le encuentra real sentido a medida que uno cumple años.
 Y algo de cierto tiene ese dicho popular.
   En mi lejana infancia El penado catorce, Pobre mi madre querida, Sus ojos se cerraron, Cuesta abajo, Mi noche triste o
Anclado en París me provocaban indiferencia o risa.

 Claro, eran temas que reflejaban una Argentina que yo no había vivido.
Las décadas del 20 y del 30 y aún la primera mitad de los 40 me eran ajenas.

 Pasó el tiempo y algunos de esos> tangos me
hacen piantar un lagrimón. ¿Qué ocurrió? ¿Maduré? ¿Me puse más sentimental? No, envejecí, perdí padres, amigos, pares y
maestros y hoy en día, aún viviendo una existencia plena y feliz, tengo más sensibilidad para comprender aquellas penas
de bandoneón que son más eternas que la humedad.

 Y está bien, esa es una de las cosas positivas de madurar y crecer.
   Otras cosas no lo son tanto.

 Cuando uno se da cuenta de la  cantidad de escaleras que hay en los lugares en que vivimos: las ciudades, los shoppings, las oficinas, ministerios, cines, teatros, restaurantes y hasta baños públicos por los que debemos
transitar, es ahí cuando uno se da cuenta de que lo que antes era obvio y normal ahora es conflictivo y arriesgado.

 Cuando uno tropieza con obstáculos en calles, casas y lugares públicos y, en lugar de levantarse cual resorte, se queda hecho polvo en el piso y necesita la grúa municipal y diez manos amigas para incorporarse rezando por no haberse quebrado un osteoporósico
huesito, ahí la fiera venganza del tiempo, tanguera y disciplina, se nos presenta sin maquillaje, mostrándonos nuestro DNI
con una fecha que nos tira a la cara el tiempo transcurrido desde el primer llanto hasta la actualidad.
     Esos autos bajísimos de diseño aerodinámico concebido para ágiles japoneses sin colesterol, que tienen puertas que no se
abren del todo como para que un paquidermo reumático ponga sus dos extremidades inferiores en unos cordones de vereda
de alturas variables y poca seguridad, y deba recurrir a sus reumáticos brazos para agarrarse del techo del coche, hacer fuerza
con su cola mocha, con alguna que otra vértebra conflictiva haciéndose sentir con una puntadita no muy sutil, para emerger
tambaleante a una vereda donde un grupo de transeúntes miran con cierta lástima al geronte y alguno hasta se atreve a decir
¿lo ayudo? o, peor aún, ¿está bien?

     Momentos de hondo dramatismo se producen cuando ya no se pueden leer ni con anteojos los prospectos de los remedios
que nos recetan con esa letrita diminuta que antes descifrábamos con cierta facilidad.

                                                                       


     Ni hablar cuando nos hablan y no oímos y para disimular
 sonreímos y decimos sí, sí, qué bien. 
Y lo que nos han dicho es  ¿te enteraste de que se murió tía Pepa?


Atragantándonos con todo lo que comemos; agitándonos por una escalera de pocos peldaños; inventando lo que mal se oye;
confundiendo a tu suegra con una vaca; llevándonos puestas puertas de vidrio; 
no atinando a marcar un número correcto en un
celular (eso a mí no me ocurre, no por joven, sino porque aún no tengo uno de esos aparatitos), no embocando la llave en la cerradura, no como después de aquellas curdas juveniles en el picnic de la primavera regresando a casa tratando de no hacer ruido para no despertar a los viejos, sino por chicato que no quiere despertar a nadie, y tropieza con cuanto encuentra a su paso, desvelando
a familiares o vecinos con portazos y maldiciones estentóreas.
   Pero no hay que quejarse tanto. Hoy en día hay muchas maneras de prevenir esos males: gimnasia, dietas, chequeos,
antioxidantes, terapias orto moleculares, yoga, meditación y demás bellezas
 de estas épocas turbulentas donde vivimos más y,
al llegar a los 80, las sociedades no pueden mantenernos y terminamos sobrando . Todo es cuestión de adaptación y filosofía de vida. 
Cada edad tiene su encanto, sólo que algunas tienen encantos muy escondidos y uno tiene que hacer grandes esfuerzos para encontrarlos.
     ¿Qué quieren que les diga? Seguiré llorando con los tangos que me hacían reír y pediré ayuda para bajar y subir escaleras,
autos y rampas y no se me caerá ningún anillo. La vida vale más que cualquier achaque y mientras está la vida hay esperanza.
                                                                                   
Gracias Lautaro José Castro por compartir.
Un abrazo.


  

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por visitar mi blog y dejar tu comentario!