https://www.youtube.com/watch?v=K5G8gRvx7nQ
Érase
una vez un hombre que no creía en Dios.
No tenía reparos en decir lo que
pensaba de la religión y las festividades religiosas, como la Navidad. Su
mujer, en cambio,
era creyente a pesar de los comentarios desdeñosos de su
marido.
Una
Nochebuena en que estaba nevando, la esposa se disponía a llevar a los hijos al
oficio navideño de la parroquia de la localidad agrícola donde vivían. Le pidió
al marido que los acompañara,
pero él se negó.
-¡Qué
tonterías! -arguyó-. ¿Por qué Dios se iba a rebajar
a descender a la tierra
adoptando la forma de hombre?
¡Qué ridiculez!
Los
niños y la esposa se marcharon y él se quedó en casa.
Un
rato después, los vientos empezaron a soplar con mayor intensidad y se desató
una ventisca. Observando por la ventana,
todo lo que aquel hombre veía era una
cegadora tormenta de nieve.
Y decidió relajarse sentado ante la chimenea.
Al
cabo de un rato, oyó un golpazo; algo había golpeado la ventana. Luego, oyó un
segundo golpe fuerte. Miró hacia afuera, pero no logró ver a más de unos pocos
metros de distancia.
Cuando empezó amainar la nevada, se aventuró a salir para
averiguar qué había golpeado la ventana.
En
un campo cercano descubrió una bandada de gansos salvajes. Por lo visto iban
camino al sur para pasar allí el invierno, y se vieron sorprendidos por la
tormenta de nieve y no pudieron seguir.
Perdidos, terminaron en aquella finca
sin alimento ni abrigo.
Daban aletazos y volaban bajo en círculos por el campo,
cegados por la borrasca, sin seguir un rumbo fijo.
El agricultor dedujo que un
par de aquellas aves habían
chocado con su ventana.
Sintió
lástima de los gansos y quiso ayudarlos.
-Sería
ideal que se quedaran en el granero -pensó-.
Ahí estarán al abrigo y a salvo
durante la noche mientras
pasa la tormenta.
Dirigiéndose
al establo, abrió las puertas de par en par.
Luego, observó y aguardó, con la
esperanza de que las aves advirtieran que estaba abierto y entraran.
Los
gansos, no obstante, se limitaron a revolotear dando vueltas.
No parecía que se
hubieran dado cuenta siquiera de la existencia
del granero y de lo que podría
significar en sus circunstancias.
El hombre intentó llamar la atención de las
aves, pero solo consiguió asustarlas y que se alejaran más.
Entró
a la casa y salió con algo de pan.
Lo fue partiendo en pedazos y dejando un
rastro hasta el establo.
Sin embargo, los gansos no entendieron.
El
hombre empezó a sentir frustración.
Corrió tras ellos tratando de ahuyentarlos
en dirección al granero.
Lo único que consiguió fue asustarlos más y que se
dispersaran
en todas direcciones menos hacia el granero.
Por mucho que lo
intentara, no conseguía que entraran al granero, donde estarían abrigados y
seguros.
-¿Por
qué no me seguirán? -exclamó-
¿Es que no se dan cuenta de que ese es el único
sitio
donde podrán sobrevivir a la nevasca?
Reflexionando
por unos instantes, cayó en la cuenta de que las aves no seguirían a un ser
humano.
-Si
yo fuera uno de ellos, entonces sí que podría salvarlos
-dijo pensando en voz
alta.
Seguidamente,
se le ocurrió una idea.
Entró al establo, agarró un ganso doméstico de su
propiedad
y lo llevó en brazos, paseándolo entre sus congéneres salvajes.
A
continuación, lo soltó.
Su
ganso voló entre los demás y se fue directamente al interior del establo. Una
por una, las otras aves lo siguieron hasta que todas estuvieron a salvo.
El
campesino se quedó en silencio por un momento, mientras
las palabras que había
pronunciado hacía unos instantes aún le resonaban en la cabeza:
-Si
yo fuera uno de ellos, ¡entonces sí que podría salvarlos!
Reflexionó
luego en lo que le había dicho a su mujer aquel día:
-¿Por
qué iba Dios a querer ser como nosotros? ¡Qué ridiculez!
De
pronto, todo empezó a cobrar sentido.
Entendió que eso era precisamente lo que
había hecho Dios.
Diríase que nosotros éramos como aquellos gansos: estábamos
ciegos, perdidos y a punto de perecer.
Dios se volvió como nosotros a fin de
indicarnos el camino y,
por consiguiente, salvarnos.
El agricultor llegó a la
conclusión de que ese había sido ni más ni menos el objeto de la Natividad.
Cuando
amainaron los vientos y cesó la cegadora nevasca,
su alma quedó en quietud y
meditó en tan maravillosa idea.
De pronto comprendió el sentido de la Navidad y
por qué había venido Jesús a la Tierra.
Junto con aquella tormenta pasajera, se
disiparon años
de incredulidad. Hincándose de rodillas en la nieve,
elevó su
primera plegaria:
"¡Gracias,
Señor, por venir en forma humana a sacarme
de la tormenta!"
Un abrazo.
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