Fernando Trias de Bes – Revista del País – 18 de septiembre de 2016
Una
decisión no se toma solo con la cabeza, sino también con el corazón e
incluso con los intestinos, donde los científicos han descubierto
células neuronales.
Entre las opciones a descartar, serán las entrañas las que nos
indicarán cuál elegir.
TENGO
UN conocido que tras salir varios años con una chica se enfrentaba a
dar el difícil paso de pedirle matrimonio. Yo siempre
he sostenido que casarse es una decisión irracional porque, si uno lo
piensa detenidamente, lo más probable es que no lo haga. Sin embargo,
este conocido, que es economista
y que aprendió a decir números antes
que papá, es profundamente racional, metódico
y cuadriculado.
Así que, para ayudar a decantarse, procedió
exactamente del mismo modo que cuando se había de enfrentar a la compra
de un automóvil o un inmueble. Abrió una hoja de cálculo en su
ordenador,
la tituló “matrimonio” y anotó todos aquellos parámetros
que tenían que determinar su dictamen personal. Entre todos ellos había
aspectos relacionados con la convivencia, la atracción física, la
satisfacción sexual, los aspectos económicos, sociales…
A cada una de
esas variables les otorgó un peso determinado según
la importancia que tenían para él y, a renglón seguido, puntuó del 0 al
10 cada uno de los atributos, según él mismo consideró.
Le aseguro que
esta historia es absolutamente cierta. Cuando la cuento, la mayoría de
personas, especialmente las del sexo femenino,
se llevan las manos a la cabeza.
A las del masculino les suele divertir
mucho. Las mujeres son mucho más emocionales; para ellas, los
sentimientos prevalecen sobre las razones.
La
toma de decisiones en cuestiones trascendentales es un asunto muy
complejo que ha sido abordado por investigadores sociales,
psicólogos y neurólogos.
Se sabe desde hace mucho tiempo que a la hora
de elegir actúan dos tipos de fuerzas.
Por un lado, las racionales,
basadas en los hechos y en las probabilidades.
En el caso de mi
conocido, es el equivalente a la hoja de cálculo.
En
otros ámbitos, como por ejemplo el laboral, los elementos puramente
lógicos serían el salario,
el horario o la solvencia de la empresa.
Por
otra parte están las fuerzas no racionales, que incluyen aspectos tan
ignotos
e insondables como las emociones, la intuición,
el miedo o el deseo.
Los investigadores no cuestionan estos dos
elementos, sino que dirigen su atención
a comprender cómo interactúan,
se retroalimentan, y sobre todo,
la manera de proceder de nuestra
inteligencia para resolver las contradicciones
que se producen
entre lo racional y lo emocional.
Los argumentos a favor y en contra de
una decisión funcionan a base de gradientes:
por ejemplo, valorar si
esa persona me gusta algo, poco, mucho, bastante o nada.
Sin embargo,
las decisiones son binarias.
Lo compro o no lo
compro. Me caso o no. Acepto este empleo o lo rechazo.
Ahí radica la
dificultad. Decidir consiste en convertir una variable continua en otra
dicotómica.
¿Quién se ocupa de ello?
Pues
según el filósofo José Antonio Marina, lo hace la llamada inteligencia
ejecutiva,
encargada de combinar toda la información
disponible (racional o irracional)
para tomar la mejor decisión y
dirigir nuestras vidas hacia la máxima felicidad y satisfacción.
Para la
inteligencia ejecutiva no existe esta separación entre argumentos
racionales e irracionales.
La memoria, los recuerdos,
los hechos y las probabilidades adquieren tanto peso como la
imaginación,
el deseo o el miedo.
Todos son elementos que aventuran el
posible futuro que desencadena una decisión determinada.
De ahí emana la
intuición, tachada durante mucho tiempo de superstición,
prejuicio o falta de fundamento y que en la actualidad es ya objeto de
estudio
como un tipo de pensamiento inductivo que, si bien carece del
llamado objeto de prueba
o demostración, no está exento de razones.
“Es por la lógica que demostramos, pero por la intuición que descubrimos”. Henri Poincaré
Recientemente
se han descubierto células neuronales en los intestinos que se han dado
a conocer como el tercer cerebro.
Los dos
primeros son el cerebro propiamente dicho y el corazón,
donde también
se hallan neuronas.
Bajo mi punto de vista, y aunque no lo haya probado
científicamente,
creo que razón y corazón se combinan del siguiente
modo: la razón actúa como un guardián.
Es decir,
utilizamos los elementos lógicos para descartar las peores alternativas
que se nos presentan
y seleccionar únicamente unas pocas entre las que
finalmente tomar una decisión.
El pensamiento racional actúa como un
filtro:
descarta variables y coloca las opciones
en un determinado ranking de preferencias:
digamos que determina los finalistas.
A partir de ahí,
la elección
se toma con el corazón, la intuición
o las entrañas.
Y esto es así porque el ser humano decide proyectándose
hacia el futuro y no mirando hacia el pasado.
Es decir, se decanta por
una opción porque piensa que va a serle más provechosa o a hacerle más
feliz.
Y ahí intervienen más factores intuitivos
que racionales.
La imaginación proyecta; la memoria recuerda.
Y pienso
que decidimos, principalmente, proyectando.
Incluso
en el caso de mi conocido, estoy seguro de que, cuando su hoja de
cálculo arrojo
la cifra final, tuvo que apagar el ordenador
y volver a preguntarse:
¿qué hago? Entonces pensó en el futuro e
imaginó cómo sería la vida al lado de su novia.
Por cierto, sigue casado
con ella. Dos décadas después, tienen varios hijos y son felices.
Lo
que nunca le contó fue cómo tomó aquella decisión
porque estoy convencido de que no le hubiese hecho mucha gracia. Pero
funcionó. Caramba si funcionó.
Un abrazo.
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