El gran auto de lujo
paró delante del pequeño escritorio a la entrada del cementerio y el chofer,
uniformado, se dirigió al guardia:
-
¿Puede usted acompañarme, por favor? Es que mi patrona está enferma y no
puede caminar, explicó. ¿Quiere tener la bondad de venir a hablar con ella?
Una señora de edad,
cuyos ojos en el fondo no podían ocultar el profundo sufrimiento, esperaba en
el auto:
-
Soy la señora Adams, le dijo. En estos últimos dos años mandé cinco
dólares por semana...
-
Para las flores, recordó el vigilante.
-
Justamente, para que fueran colocadas en la sepultura de mi hijo. Vine
aquí hoy, dijo un tanto consternada, porque los médicos me avisaron que tengo
poco tiempo de vida. Entonces quise venir hasta aquí para una última visita y
para agradecerle.
El vigilante tuvo un
momento de excitación, después habló con delicadeza:
-
Sabe mi señora, yo siempre lamenté que continuara mandando el dinero para las
flores.
-
¿Cómo es eso? Preguntó la dama.
-
Es que... la señora sabe... las flores duran tan poco tiempo... Y al final,
aquí, nadie las ve.
-
¿El señor sabe lo que está diciendo? Refutó la señora Adams.
-
Sí, sí señora. Pertenezco a una asociación de servicio social, cuyos miembros
visitan los hospitales y los asilos. Allá, sí que las flores, hacen mucha
falta. Los internos pueden verlas y apreciar su perfume.
La señora quedó en
silencio por algunos momentos. Después sin decir palabra, hizo una seña a su
chofer para que partieran.
Meses después, el
vigilante fue sorprendido por otra visita. Doblemente sorprendido, porque esta
vez, era la propia señora Adams quien venía manejando el auto:
-
Ahora soy yo misma quien lleva las flores a los enfermos, le explicó con una
sonrisa muy amable. Usted tenía razón, los enfermos se sienten radiantes y
hacen que yo me sienta muy feliz. Los médicos no saben la razón de mi
cura, pero yo si sé. Es que encontré motivos para vivir. No me olvidé de
mi hijo, al contrario, ahora entrego las flores en su nombre y eso me da
fuerzas para vivir.
La señora Adams
descubrió lo que casi todos ignoramos, pero que muchas veces olvidamos.
Ayudando a otros, conseguimos
ayudarnos a nosotros mismos.
Gracias María Cristina Milanesio por compartir.
Un abrazo.
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