Cierta vez preguntaron
a una madre cual era su hijo preferido,
aquel que ella más amaba.
aquel que ella más amaba.
Y ella, dejando
entrever una sonrisa, respondió:
"Nada es más voluble que un corazón de madre”.
"Nada es más voluble que un corazón de madre”.
Y, como madre, le
respondo: “el hijo dilecto, aquel a quien
me dedico de cuerpo y alma...”
me dedico de cuerpo y alma...”
“Es mi hijo enfermo, hasta que
sane.
El que partió, hasta que
vuelva”.
“El que está cansado, hasta
que descanse.
El que está con hambre, hasta
que se alimente”.
“El que está com sed, hasta
que beba.
El que está estudiando, hasta
que aprenda”.
“El que está desnudo, hasta
que se vista.
El que no trabaja,
hasta que se emplée”.
“El que se enamora, hasta que se case.
El que se casa, hasta
que conviva”.
“El que es padre, hasta que
los crie.
El que prometió, hasta que
cumpla”.
“El que debe, hasta que pague.
El que llora, hasta que
calle”.
Y ya con el semblante bien
distante de aquella sonrisa,
completó: El que ya me dejó...
...hasta que lo
reencuentre...
LA NUEVA GENERACIÓN DE PADRES
DE FAMILIA
Somos de las primeras
generaciones de padres decididos a no repetir con los hijos los mismos errores
que pudieron haber cometido nuestros progenitores.
Y en el esfuerzo de abolir los
abusos del pasado, ahora somos los más dedicados y comprensivos, pero a la vez
los más débiles e inseguros que ha dado la historia.
Lo grave es que estamos
lidiando con unos niños más "igualados", beligerantes y poderosos que
nunca existieron.
Parece que en nuestro intento
por ser los padres que quisimos tener, pasamos de un extremo al otro. Así que,
somos los últimos hijos regañados por los padres y los primeros padres
regañados por nuestros hijos.
Los últimos que le tuvimos
miedo a nuestros padres y los primeros que tememos a nuestros hijos. Los
últimos que crecimos bajo el mando de los padres y los primeros que vivimos
bajo el yugo de los hijos.
Lo que es peor, los últimos
que respetamos a nuestros padres, y los primeros que aceptamos que nuestros
hijos no nos respeten.
En la medida que el
permisivismo reemplazó al autoritarismo, los términos de las relaciones
familiares han cambiado en forma radical, para bien y para mal.
En efecto, antes se
consideraban buenos padres a aquellos cuyos hijos se comportaban bien,
obedecían sus órdenes y los trataban con el debido respeto. Y buenos hijos a
los niños que eran formales y veneraban a sus padres.
Pero en la medida en que las
fronteras jerárquicas entre nosotros y nuestros hijos se han ido desvaneciendo,
hoy los buenos padres son aquellos que logran que sus hijos los amen, aunque
poco los respeten.
Y son los hijos quienes ahora
esperan el respeto de sus padres, entendiendo por tal que les respeten sus
ideas, sus gustos, sus apetencias, sus formas de actuar y de vivir. Y que
además les patrocinen lo que necesitan para tal fin.
Como quien dice, los roles se
invirtieron, y ahora son los papás quienes tienen que complacer a sus hijos
para ganárselos, y no a la inversa, como en el pasado.
Esto explica el esfuerzo que
hoy hacen tantos papás y mamás por ser los mejores amigos de sus hijos y
parecerles "muy cool" a sus hijos.
Se ha dicho que los extremos
se tocan, y si el autoritarismo del pasado llenó a los hijos de temor hacia sus
padres, la debilidad del presente los llena de miedo y menosprecio al vernos
tan débiles y perdidos como ellos.
Los hijos necesitan percibir
que durante la niñez estamos a la cabeza de sus vidas como líderes capaces de
sujetarlos cuando no se pueden contener y de guiarlos mientras no saben para
dónde van.
Si bien el autoritarismo
aplasta, el permisivismo ahoga.
Sólo una actitud firme y
respetuosa les permitirá confiar en nuestra idoneidad para gobernar sus vidas
mientras sean menores, porque vamos adelante lidereándolos y no atrás
cargándolos y rendidos a su voluntad.
Es así como evitaremos que las
nuevas generaciones se ahoguen en el descontrol y hastío en el que se está
hundiendo la sociedad que parece ir a la deriva, sin parámetros, ni destino.
Un abrazo.
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