sábado, 14 de julio de 2012

Almuerzo y dudas [Cuento. Texto completo]



El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no fue atorada por el alegre maniquí sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajusto la corbata, se acomodo el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.
-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.

La mujer sonri
ó y le tendió la mano.

-No sab
ía que los hombres fueran tan presumidos.

El se rio, mostrando los dientes.

-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendr
ía que estar trabajando.

-Tendr
ía. Pero sal en comisión.

El le dedico una insistente mirada de reconocimiento, de puesta al día.

-Adem
ás -dijo- estaba casi seguro de que usted pasaría por aquí.

-Me encontr
ó por casualidad. Yo no hago más este camino. Ahora suelo bajarme en Convención.

Se alej
aron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.

-Después de un rato? -pregunta
el.

-S
í.
 

-Le pido entonces que almuerce conmigo? O también esta vez se va a negar?

-Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.

 
El no contesto. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorán. Ella examina la lista, con más atención de la que merecía.

-Aqu
í se come bien -dijo él.

Entraron. En el fondo hab
ía una mesa libre. él la ayuda a quitarse el abrigo.

Despu
és de examinarlos durante unos minutos, el mozo se acerca. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas.

-Qu
é quiso decir con que no sabe si está bien?

-Pavadas. Eso de que es casado y q
ué sé yo.

-Ah.
 
Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés.
 En la mano derecha tenía una mancha de tinta.

-Nunca hemos conversado francamente -dijo-. Usted y yo.

-Nunca. Es tan dif
ícil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas veces las mismas cosas.

-
No le parece que será el momento de hablar de otras? O de las mismas, pero sin engañarnos?

Pas
a una mujer hacia el fondo y saluda. El se mordía los labios.

-Amiga de su mujer? -preguntó ella.

-Sí.

-Me gustar
ía que lo rezongaran.

El eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado.

-Quisiera conocerla -dijo ella.

-A qui
en? A esa que pasó?

-No. A su mujer.

El sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le aflojaron.

-Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.

-No sea hipócrita. Yo sé como soy.

-Yo tambi
én sé cómo es.

El mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidora mente y acaricio la servilleta. Gracias, dijo él, y el mozo se alejo.

-Como es estar casado? -preguntó ella.

El tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se mira las manos.

-Deb
í haberme lavado. Mire que mugre...

La mano de
él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre la mancha.

-Ya no se ve m
ás.

Ella se dedic
o a mirar el plato y el entonces retiro la mano.

  -Siempre pensó
que con usted me sentiría cómoda -dijo la mujer-, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa, una especie de foto retocada.

-Y a otras personas, les da esa imagen falsa?

-Supongo que s
í.

-Bueno, esto me favorece, verdad?

-Supongo que
sí.

El se quedo con el tenedor a medio camino. Luego mordió el trocito de jamón.

-Prefiero la foto sin retoques.

-Para qu
é?

-Dice para qu
é? como si sé lo dijera por qué?, con el mismo tonito de inocencia.

Ella no dijo nada.

-Bueno, para verla -
agregue el-. Con esos retoques ya no sería usted.

-Y eso importa?

-Puede importar.

El mozo lleva los platos, demor
ándose. El pidió agua mineral. Con limón? Bueno, con limón.

-La quiere, eh? -pregunt
ó ella. -A Amanda?

-S
í.

-Naturalmente. Son nu
eve años.

-No sea vulgar. Qué tienen que ver los a
ños?

-Bueno, parece que usted tambi
én cree que los años convierten el amor en costumbre.

-Y no es as
í?

-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.

Ella se sirvió agua mineral. Despu
és le sirvió a él.

-Qu
é sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos.

El sonrió sobre el pan con manteca.

-No es un punto en contra -dijo- porque el h
ábito también tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le planche las camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche, justamente cuando uno la precisa.

Ella se pasó la servilleta por los labios que ten
ía limpios.

-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediod
ía.

El optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos, recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un comentario sobre las papas fritas y se retiro con una mueca que hacía quince años había sido sonrisa.

-Vamos, no se enoje -dijo
él-. Quise explicarle que el hábito vale por si mismo, pero también influye en la conciencia.

-Nada menos?

-F
íjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la costumbre conyugal lava de a poco el interés.

-Oh!

-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensi
ón, que la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.

-Y eso est
á mal?

-Realmente, no l
o sé.

-C
ómo? Y la famosa conciencia?

-Ah, s
í. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me distrae.

-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.

-Quer
ía decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo desleal.

Ella dej
ó de comer y deposito cuidadosamente los cubiertos sobre el plato.

-No me interprete mal -dijo
él-. La esposa es algo conocido, rigurosamente conocida. No hay aventura, entiende? Otra mujer..

-Yo, por ejemplo.

-Otra mujer, aunque m
ás adelante está condenada a caer en el hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre, cierto ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.

-Y la conciencia?

-La conciencia aparece el d
ía menos pensado, cuando uno va a abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira distraídamente en el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene una idea de cómo será la felicidad, pero después se van aceptando correcciones a esa idea, y sólo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado haciendo trampas.

Alguien postrecito?, preguntó el mozo, misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. Dos natillas a la española, dijo ella. él no protesta. Espera que el mozo se alejara, para seguir hablando.

-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a s
í mismos.

-Esa misma comparaci
ón me la hizo el verano pasado, en La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.

Ella abri
ó la cartera, saca el espejito y se arregla el pelo.

-Quiere qu
e le diga que impresión me causa su discurso?

-Bueno.

-Me parece un poco rid
ículo, sabe?

-Es rid
ículo. De eso estoy seguro.

-Mire, no ser
ía ridículo si usted se lo dijera a sí mismo. Pero no olvide que me lo está diciendo a mí.

El mozo deposit
o sobre la mesa las natillas a la española. l pidió la cuenta con un gesto.

-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe que me gusta mucho.

-Qu
é es esto? Una declaración? Un armisticio?

-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.

-Est
á bien, pero, qué es lo que supe?

-Que est
á en condiciones de conseguirlo todo.

-Ah s
í... y quien es todo? Usted?

el se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo nada, después resoplo más que suspiro, y agitó un billete con la mano izquierda.

El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el vuelto sobre el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola mirada. Recogí la propina, dijo gracias y se alejó caminando hacia atrás.

-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo
él-, pero si ahora me dijera venga, yo sé que iría. Usted no lo va a hacer, porque lógicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi conciencia, y además, porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso que es.

Ella fue moviendo la mano manchada hasta
posarla tranquilamente sobre la de él. Lo miro fijo, como si quisiera traspasarlo.

-No se preocupe -dijo, despu
és de un silencio, y retiro la mano-. Por lo visto usted lo sabe todo.

Se puso de pie y
el la ayuda a ponerse el abrigo. Cuando salgan, el mozo hizo una ceremoniosa inclinación de cabeza. El la acompaña hasta la esquina. Durante un rato estuvieron callados. Pero antes de subir al ómnibus, 
ella sonrió con los labios apretados, y dijo: 
Gracias por la comida.  
 Después se fue.
 


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por visitar mi blog y dejar tu comentario!