Cuando yo
era niño, aún muy pequeño, mi padre compró el primer teléfono de nuestro
vecindario. Recuerdo bien aquel aparato negro y brillante que se hallaba sobre
la cómoda de la sala.
Yo era muy chico para alcanzarlo, pero me quedaba
escuchando fascinado mientras mi madre hablaba con alguien.
Un día
descubrí que dentro de aquel objeto maravilloso vivía una persona fantástica.
Se llamaba “Información, por favor" y no había nada que ella no supiera.
“Información, por favor" podía suministrar cualquier número de teléfono y
hasta la hora correcta
Mi primera
experiencia personal con ese genio de la botella vino un día en que mi madre se
encontraba fuera, en casa de unos vecinos.
Yo estaba en el garaje, revolviendo
en la caja de herramientas,
cuando me golpeé un dedo con el martillo. El dolor
era terrible, pero no tenía motivo para llorar, ya que no había nadie para
consolarme.
Andaba
por la casa chupándome el dedo dolorido, hasta que pensé:
“¡El
teléfono!”
Rápidamente
cogí una pequeña escalera que coloqué frente a la cómoda de la sala.
Me subí a
la escalera, descolgué el auricular del gancho y lo apreté contra mi oído.
Alguien
atendió y yo dije:
“Información,
por favor".
Oí dos o
tres clics, hasta que una voz suave y nítida habló en mi oído.
"Información.
Dígame“.
“Me he
golpeado el dedo..." y las lágrimas vinieron fácilmente, ahora que tenía
audiencia.
“¿Tu madre
no está en casa?", preguntó ella.
“No, no hay
nadie", sollozaba.
“¿Estás
sangrando?“
“No, pero
me he golpeado con el martillo y me duele mucho“.
“¿Puedes
abrir la puerta del congelador?”
Respondí
que sí.
“Entonces
coge un cubito de hielo y póntelo en el dedo”, dijo la voz.
Tras aquel
día, yo conectaba con “Información, por favor” por cualquier motivo.
Ella me
ayudó con mis dudas de geografía y me enseñó dónde estaba Filadelfia.
Me ayudó
con los ejercicios de matemáticas.
Me enseñó que la pequeña ardilla que traje
del bosque tendría que comer nueces y pequeñas frutas...
Cuando
Petey, mi canario, se murió, yo llamé a “Información, por favor” y le conté lo
ocurrido. Ella me escuchó y comenzó a hablar de esas cosas que se le dicen a un
niño que está creciendo. Pero yo me sentía inconsolable y preguntaba:
“¿Por
qué tienen que morirse unos pajaritos que cantan tan bien y dan alegría a los
demás?”
“Paul,
recuerda siempre que existen otros mundos donde también se puede cantar”.
De
alguna manera, después de esto me sentí mejor.
Al día
siguiente, allá estaba yo de nuevo.
“Información.
Dígame”, dijo la voz ya tan familiar.
“¿Usted
sabe cómo se escribe ‘excepción’?“
Todo esto
aconteció en mi ciudad natal, al norte del Pacífico.
Cuando yo
tenía 9 años, nos mudamos a Boston.
Añoraba mucho a mi amiga.
“Información, por favor” pertenecía a aquel viejo
aparato telefónico negro, y yo no sentía ninguna atracción por nuestro nuevo
teléfono blanco que se hallaba sobre la cómoda de la nueva sala.
Pasó el
tiempo y fui creciendo, pero los recuerdos de aquellas conversaciones
infantiles nunca se alejaron de mi memoria.
Frecuentemente,
en momentos de duda o perplejidad, he intentado recuperar el sentimiento de
seguridad tranquila que tenía en aquel entonces.
Hoy puedo
comprender lo muy paciente, comprensiva y dulce que fue aquella mujer al perder
su tiempo en atender las consultas de un niño.
Algunos
años después, cuando ya iba a la universidad, mi avión hizo escala en Seattle.
Yo tenía más o menos media hora entre los dos vuelos. Hablé por teléfono con mi
hermana, que vivía allí, unos quince minutos. Entonces, casi sin darme
cuenta, marqué el número de la operadora de mi ciudad natal y pedí:
“Información,
por favor”.
Como en
un milagro, escuché la misma voz dulce y clara que tan bien conocía:
“Información.
Dígame”.
“¿Usted
sabe cómo se escribe ‘excepción’?” pregunté.
Se
produjo una larga pausa. Luego, una suave respuesta:
“Tu dedo
ya está mejor, ¿verdad Paul?”.
Me eché
a reír.
“¡Así
que es usted misma! ¡No se imagina lo importante que fue para mí en aquel
tiempo!”
“Sí que
lo imagino. Y tú no sabes cuánto significaba para mí aquella comunicación.
No
tengo hijos y me pasaba el día esperando tu llamada”.
Le conté
lo mucho que me había acordado de ella en los últimos años y pregunté si podría
visitarla cuando fuese a ver a mi hermana.
“¡Claro
que sí! Pregunta por Sally”.
Tres
meses después fui a Seattle. Al telefonear, me respondió una voz desconocida.
“¿Podría
hablar con Sally?”, dije.
“¿Usted
es amigo de ella?”, preguntó la voz.
“Soy un
viejo amigo. Mi nombre es Paul”.
“Lo siento
mucho, pero últimamente Sally estaba trabajando aquí sólo a media jornada,
porque se encontraba enferma. Por desgracia, murió hace cinco semanas”.
Antes de
que yo pudiera colgar, la voz añadió:
“Espere un
momento. ¿Dijo usted que su nombre es Paul?”
“Sí”.
“Sally le
dejó un mensaje. Lo escribió y me pidió que yo lo guardase por si usted
llamaba. Se lo voy a leer”.
El
mensaje decía:
“Dile
que aún creo que existen otros mundos
donde la
gente también puede cantar.
Él lo
comprenderá”.
Di
las gracias y colgué.
Lo
comprendí.
NUNCA SUBESTIMES LA MARCA
QUE DEJAS EN LOS DEMÁS.
Autor Anónimo.
Extraído de la red
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